Cuando comemos no pensamos en lo que hay detrás de los alimentos. No pensamos en macrogranjas, escasez o contaminación del agua, emisiones de gases de efecto invernadero, deforestación, o bajos salarios para las y los productores… ¡pero deberíamos!
Todo ello forma parte de nuestro sistema agroalimentario actual. Un modelo indigesto, que “se le hace bola” al planeta y a las personas.
¿Cómo afecta al planeta?
Entre el 34 y el 40% de todas las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) son provocados por el sistema agroalimentario, a lo largo de todos los eslabones de la cadena, desde la producción en el campo, a la distribución y la comercialización. Solo el desperdicio alimentario es responsable del 10%.
Esta forma de producir y consumir alimentos también genera y contribuye a la deforestación. El 67% de la deforestación mundial corresponde a monocultivos industriales para la producción de alimentos y piensos para la ganadería intensiva. Por ejemplo, la demanda de soja, aceite de palma y carne de vacuno de nuestro país es responsable de la tala de casi 33.000 hectáreas de bosques tropicales cada año.
Y otro de los efectos que causa este sistema alimentario es el empobrecimiento de la biodiversidad. A lo largo de la historia se han cultivado más de 6.000 especies de plantas. Sin embargo, actualmente tan sólo 9 representan el 66% de la producción total de cultivos. Casi un tercio de las poblaciones de peces están sobreexplotadas y el 29% de las razas de ganado locales están en riesgo de extinción.
¿Cómo afecta a las personas?
El problema global del hambre ha empeorado en la última década. Debido al aumento de la temperatura, las sequías, las inundaciones y otros fenómenos cada vez es más complicado producir alimentos y que estén disponibles. Si no atajamos el cambio climático y sus consecuencias está previsto que todo ello empeore.
Según la FAO, en 2023 entre 713 y 757 millones de personas podrían haber padecido hambre. Una de cada once personas en todo el mundo y una de cada cinco en África. Alrededor del 30 % de la población mundial (2.400 millones de personas) sufre inseguridad alimentaria moderada o grave, entre ellas, 900 millones inseguridad alimentaria grave (11,3%).
Además, acceder a una dieta saludable se ha convertido en un lujo que no está al alcance de todas las personas. El 42% no pueden permitirse una dieta sana; hablamos de casi la mitad de la población mundial. A menudo la alimentación más asequible y accesible es la más insana e insostenible, basada en productos ultraprocesados, ricos en grasas y azúcares y pobres en nutrientes. Se calcula que 11 millones de personas al año mueren de forma prematura por dietas insuficientes e insanas.
Un sistema que genera desigualdades
A todo lo anterior, se suma que los y las productoras a menudo no reciben un precio justo por los alimentos que producen, aunque el coste para las personas consumidoras no deje de aumentar. Lo vemos en nuestro contexto nacional y europeo, pero es una constante en todo el mundo. La agricultura familiar campesina provee el 80% de los alimentos en países empobrecidos y, sin embargo, el porcentaje de inversión que recibe es mínimo comparado con la agroindustria.
El cambio climático amenaza los ecosistemas y los 1.200 millones de empleos que dependen de ellos: agricultura, silvicultura y pesca. Además, dada la profunda desigualdad de género que existe en el sector agroalimentario, estos cambios los padecerán fundamentalmente las mujeres, que producen el 80% de todos los alimentos del mundo.
A nuestro planeta le duelen las tripas
Con motivo del Día Mundial de la Alimentación, el 16 octubre, Enraíza Derechos ha realizado una instalación artística en la Universidad Complutense de Madrid, en Ciudad Universitaria, con un planeta Tierra de 4 metros de altura al que le rugen y le duelen las tripas.
La idea de una reproducción del planeta Tierra gigante, con sonidos que imitan los borborigmos del estómago cuando estamos enfermos o tenemos hambre, nos sirve para poder hablar con las y los jóvenes de algo que hacemos varias veces al día, pero a lo que no prestamos atención: ser conscientes de lo que comemos.
Queríamos trasladar la idea de que necesitamos un sistema alimentario sostenible para alimentarnos, vivir y cuidar de la naturaleza. La sostenibilidad del sistema alimentario es la solución ante la crisis climática y el hambre, para la rentabilidad de las y los productores y para que las personas consumidoras podamos acceder a productos sanos y sostenibles de manera asequible.
El derecho humano a la alimentación obliga
Para que podamos hablar de garantizar el derecho humano a la alimentación, toda la población mundial debería poder acceder a alimentos saludables y adecuados de manera sostenible. Pero esto, como hemos podido ver, no sucede a pesar de que el derecho humano a la alimentación en el derecho internacional es jurídicamente vinculante, es decir, que los gobiernos firmantes están obligados a cumplirlo.
Quedó consagrado en el artículo 11 del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) en 1966, ha sido ratificado por 171 países y más de 45 países reconocen en sus constituciones el derecho a una alimentación adecuada. Además, este año se cumple el vigésimo aniversario de la aprobación de las Directrices voluntarias sobre el derecho humano a la alimentación, que da orientaciones a los gobiernos de cómo alcanzarlo.
Una nueva estrategia nacional de alimentación
En España se abre una ventana de oportunidad con la elaboración de la nueva Estrategia Nacional de Alimentación. Debería convertirse en una verdadera apuesta política y económica (de inversión) en sistemas de producción de alimentos sostenibles, apostando por explotaciones de pequeña y mediana escala, modelos de producción extensiva en lugar de intensiva (con un uso más cuidadoso de recursos naturales escasos, como el agua dulce o la tierra productiva), garantizando mecanismos de adaptación al cambio climático para los productores, con menor impacto en la destrucción de la biodiversidad, bajos en carbono y menos dependientes de insumos químicos como plaguicidas y fertilizantes.
También con mayor capacidad de generar un tejido económico productivo sostenible que fije población a territorio y permita el relevo generacional y capaces de garantizar precios justos para los y las productoras, evitando la venta bajo coste y eliminando prácticas comerciales que propicien las pérdidas en campo. Sin dejar a un lado la necesidad de una alimentación saludable y nutritiva a precios asequibles para que las personas consumidoras tengan opciones reales de elección. Y regulando la publicidad de productos claramente insostenibles, ultraprocesados, con elevado contenido en grasa o azúcar, ante los que son especialmente vulnerables la infancia y la población de menor renta.
Necesitamos cambios profundos, que son posibles. Tenemos información y las herramientas necesarias para cambiar esta situación. Solo necesitamos gobiernos dispuestos a ponerse manos a la obra.
Foto de Tom Fisk en Pexels