Conflictos, emergencia climática y hambre: hagamos que esta sea la última tormenta perfecta

ARTÍCULO PUBLICADO EN PLANETA FUTURO

María González, directora de Enraíza Derechos

Los sistemas alimentarios actuales son insostenibles y además son estructuralmente incapaces de resistir los embates que recurrentemente sacuden nuestro mundo como consecuencia de crisis financieras, climática o geopolíticas, como la pandemia y la guerra en Ucrania. 

Antes la agricultura nos daba grandes rendimientos y cultivábamos una gran diversidad de productos, ahora lo hemos perdido todo” afirma Ndieme Ndong, de la organización de mujeres de Mar Lodj, una isla en Senegal en la quepodría haberse desatado la tormenta perfecta que vaticinaba el demoledor informe de IPES FOOD publicado el pasado mes de mayo.

La subida del nivel del mar como consecuencia del cambio climático, la salinización de las tierras cultivables fruto de la destrucción de los manglares que protegían la isla, los bancos de peces esquilmados por la sobreexplotación pesquera y la presión sobre la tierra, han provocado una fuerte migración, fundamentalmente masculina, en busca de un futuro mejor. Las mujeres se han quedado al frente de sus familias y de un territorio empobrecido, con los medios de vida (y de producción) aniquilados. La subida de precios de los alimentos disparada por la guerra en Ucrania, complica más si cabe el acceso a una alimentación completa para ellas y sus familias.

Pero estas mujeres valientes no se han quedado sentadas. Se han organizado para trabajar intensamente en la recuperación de tierras, reforestación de manglares, explotación marisquera sostenible y otras iniciativas de adaptación al cambio climático con innovación, convencidas de que juntas y organizadas serán más fuertes frente al enorme desafío de hacer sostenible la vida en sus territorios. Están haciendo los deberes, aunque su éxito no va a depender solo de ellas

La pandemia y la guerra han golpeado con fuerza unos sistemas alimentarios estructuralmente incapaces de resistir los embates que recurrentemente sacuden nuestro mundo como consecuencia de crisis financieras, climática o geopolíticas, poniendo sobre la mesa  otra vez su vulnerabilidad. 

De hecho, asistimos a la tercera crisis alimentaria en los últimos 15  años, que aumentará la población hambrienta en millones de personas. Según el informe El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo de 2022, elaborado conjuntamente por cinco organismos de Naciones Unidas, sólo la pandemia habría elevado esta cifra en 150 millones entre 2019 y 2021. 

Se evidencia una vez más que, en paralelo a las actuaciones de emergencia, se debe trabajar sobre las debilidades más estructurales de los sistemas alimentarios, para permitir a los países más vulnerables aumentar su capacidad de resiliencia y disminuir su dependencia externa de la importación de alimentos, fertilizantes u otros insumos agrícolas. Sólo así, podrán afrontar con mayores garantías los cambios de contexto global y garantizar el derecho a la alimentación de su población.   

La buena noticia es que para hacer frente a esos retos sistémicos existe desde hace tiempo una hoja de ruta definida. Una senda hacia la sostenibilidad de los sistemas alimentarios en la que todos los países tenemos desafíos, incluidos los más ricos. Y que va a necesitar que todos los actores se arremanguen y remen en la misma dirección, en un esfuerzo conjunto coordinado desde los gobiernos y organismos multilaterales. 

Tanto las directrices voluntarias de la FAO para el derecho humano a la alimentación como las más recientes elaboradas por el  Comité de Seguridad Alimentaria Mundial sobre sistemas alimentarios y nutrición, desde un enfoque integral, sistémico y basado en evidencia científica, pautan recomendaciones claras que es preciso acometer e impulsar a nivel global. Una hoja de ruta que pasa, necesariamente, por apoyar las explotaciones agrícolas familiares y de pequeña escala -que proveen el 80% de los alimentos que se consumen en el mundo- y muy especialmente las lideradas por mujeres, que siguen discriminadas en todo el planeta en el acceso a recursos naturales productivos, capacitación y crédito, cuando paradójicamente desempeñan un papel clave en la seguridad alimentaria mundial.  

Esa ruta de cambio pasa asimismo por diversificación de la producción y de las dietas, recuperando en los territorios en riesgo alimentos tradicionales que han sido sustituidos por otros de importación de los que ahora dependen, pero también transformando los modelos de consumo y alimentación dominantes en el mundo rico, cuya población debe transitar hacia dietas más sostenibles, rebajando notablemente el consumo de carne, entre otras cuestiones. Reducir el desperdicio alimentario es otra prioridad para favorecer una distribución más justa e igualitaria de los alimentos disponibles, además de aminorar los enormes impactos ambientales y económicos que tiene un fenómeno cuyas cifras suponen un escándalo difícil de ignorar: actualmente se estima que se desperdicia un tercio de la producción mundial de alimentos, con el que podría alimentarse a más del doble de personas de las que constituyen la población hambrienta actual.

Romper el círculo vicioso entre alimentación insostenible y cambio climático también debe ser una apuesta contundente. Por un lado, el sistema alimentario actual podría estar causando el 34% de las  emisiones que provocan el cambio climático. Y este a su vez desencadena sequías, inundaciones, pérdida de terreno cultivable, cambios de ciclo pluvial, plagas e incendios, que hacen que en algunos territorios la producción de alimentos sea una auténtica odisea. Territorios que no tienen responsabilidad alguna en la generación del cambio climático.

Al igual que en Mar Lodj, lo constatamos también en otras regiones del planeta en las que desde Enraíza Derechos acompañamos a población campesina: “el tiempo de ahora ya no es el de antes, de repente llegan lluvias torrenciales u otros fenómenos y arrasan las producciones” relata Wilma Mendoza, presidenta de la Confederación Nacional de Mujeres Indígenas de Bolivia. Es a todas luces inaplazable transitar hacia modelos de producción y distribución de alimentos más bajos en emisiones, que además hagan un uso sostenible de los recursos naturales.

Acabar con la especulación financiera con bienes de primera necesidad como los alimentos, incidiendo en marcos regulatorios globales más garantistas, es también imprescindible. El primer día de la invasión de Ucrania el oportunismo jugó su baza disparando inmediatamente el precio del trigo, como nos relata el mencionado informe de IPES-FOOD: “Justo después de que comenzara la invasión, los inversores no tardaron un segundo en dirigirse a los mercados de futuros del trigo y del maíz [...]. En tan solo nueve días, el precio del trigo en los mercados de futuros se disparó un 54%. Después retrocedió casi con la misma rapidez, pero permaneció en niveles elevados”

Buena parte de estas debilidades estructurales, así como la hoja de ruta para afrontarlas, ya fueron identificadas durante la crisis alimentaria de 2008, aunque resulta evidente que no se abordaron con la seriedad ni la inversión necesarias. Ahora urge una apuesta contundente por la transición de los sistemas alimentarios hacia la sostenibilidad. Una apuesta en la que debe ser clave  el papel de la cooperación internacional y que exige una gobernanza global reforzada capaz de movilizar las inversiones necesarias e impulsar un mayor alineamiento y convergencia de los esfuerzos, en todos los niveles y todos los sectores, para orientarlos de manera coherente hacia un objetivo compartido: Hambre Cero.

El planeta y cada vez más millones de personas como Ndieme o Wilma no pueden permitirse que esta vez también se mire para otro lado y se planteen respuestas cortoplacistas que las dejen expuestas a futuras crisis alimentarias. La sostenibilidad global y el derecho a la alimentación de esas personas no admiten más tiritas.

#STOPCrisisAlimentaria

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