En todo el mundo, el aumento de los precios de los alimentos está presionando a los consumidores. Cientos de millones de personas padecen hambre y muchas más se ven obligadas a consumir alimentos menos nutritivos y seguros.
Este desafío es especialmente grave en África subsahariana, donde los precios de los alimentos básicos aumentaron un 24% de media entre 2020 y 2022 y más del 90% de la población no puede permitirse una dieta saludable.
Este reto de la inseguridad alimentaria y nutricional se ha intensificado ante la pandemia del COVID-19 y la invasión rusa de Ucrania, pero también tiene sus raíces en problemas de largo recorrido, como el impacto de la crisis climática y las deficiencias de nuestros sistemas alimentarios excesivamente concentrados y dependientes de las importaciones. Pero también está provocado por las prácticas anticompetitivas que hacen subir aún más los precios al consumidor, al tiempo que socavan los medios de vida de los pequeños productores.
¿Cuánto gastamos en alimentación?
Todo ello provoca que un gran número de consumidores tienen ahora menos posibilidades de permitirse alimentos sanos y seguros, y el impacto se deja sentir de forma desproporcionada en quienes ya son vulnerables. En España el gasto medio en alimentación de una persona está alrededor del 16% de sus ingresos. En muchos países de África, América Latina o Asia, el porcentaje puede ascender hasta el 70%. En los campamentos saharauis, comprar un kilo de carne o de plátanos de acuerdo a su nivel de ingresos, podría suponer el equivalente a 100 euros para una persona con un sueldo medio en España. Cualquier subida, por pequeña que sea, puede suponer un impacto enorme para la subsistencia y seguridad alimentaria de estas poblaciones.
Hay prácticas anticompetitivas que agravan el problema. Algunos agentes de la cadena de suministro aprovechan las perturbaciones de la oferta para practicar la escalada de precios, mientras que otras prácticas contrarias a la competencia -como la fijación de precios excesivos- llevan mucho tiempo realizándose. Las medidas de protección de emergencia, como los controles de precios y las subvenciones a los consumidores, deben complementarse con una legislación reforzada en materia de competencia y protección de los consumidores, que incluya además su aplicación.
La magnitud del reto requiere profundizar en varias medidas
- Datos exhaustivos sobre precios desleales: la disponibilidad de datos es variable y sigue siendo muy difícil aportar pruebas claras de precios "desleales" y prácticas contrarias a la competencia. Las agrupaciones de consumidores tienen el potencial de proporcionar un sistema de alerta temprana de casos de precios desleales, permitiendo a las autoridades de competencia investigar y actuar, pero necesitan más apoyo para hacerlo posible.
- Colaboración estrecha entre asociaciones de consumidores y autoridades de defensa de la competencia: es necesario que los consumidores participen en la construcción de políticas que regulen la competencia. En muchos países, las organizaciones de consumidores ya están contribuyendo de forma valiosa a la supervisión de los precios, la sensibilización y el desarrollo y la aplicación de políticas.
- Enfoque basado en los sistemas alimentarios para hacer frente a los precios injustos de los alimentos: además de las medidas en materia de competencia para conseguir precios de los alimentos más justos, son necesarias soluciones complementarias, como la diversificación agrícola y el refuerzo del acceso a los mercados, inversiones en infraestructuras y mejora de los entornos alimentarios.
- Armonización intersectorial y transfronteriza para una gobernanza de la competencia: los precios desleales de los alimentos no son sólo asunto de las autoridades de competencia; también afectan a los ministerios de comercio, agricultura, sanidad, medio ambiente y otros. La colaboración internacional también es clave para responder adecuadamente a las prácticas anticompetitivas que se extienden más allá de las fronteras.