En los últimos meses, nuestro mundo ha experimentado un cambio sin precedentes.
La pandemia de la COVID-19 ha hecho tambalear los cimientos de nuestro sistema. Se han evidenciado las debilidades y contradicciones de una economía depredadora que se encuentra al límite del colapso; de un sistema neoliberal que precariza los servicios públicos y crea grandes desigualdades; de un sistema patriarcal que infravalora e invisibiliza los trabajos de cuidados necesarios para la vida; de una globalización que se sostiene sobre la explotación del territorio y las personas, que globaliza también la catástrofe, en forma de pandemia, de cambio climático o de inestabilidad económica, e incrementa la vulnerabilidad en todo el mundo.
El virus no es causa, sino consecuencia de una crisis sistémica profunda, y supone un cambio de paradigma que apenas empezamos a comprender.
Necesitamos abandonar un sistema que descarta a las personas y destruye el planeta, y caminar hacia la justicia social y climática para poner en el centro los colectivos más vulnerables y garantizar el derecho a una vida digna.
La emergencia climática ya era una expresión de esta crisis sistémica. El desastre se advertía desde hace décadas en los numerosos informes científicos, en el constante flujo de personas obligadas a abandonar sus lugares de origen o en las voces de quienes resisten ante empresas y políticas extractivistas que son impulsadas y consolidadas a través de acuerdos internacionales de comercio e inversión.
Ahora, la pandemia nos coloca en un punto de inflexión crítico en el que, más que nunca, nos jugamos el futuro.
Nos enfrentamos a un amplio espectro de escenarios posibles y no podemos bajar la guardia: está en nuestras manos impulsar un cambio que avance hacia un proyecto ecosocial, justo y democrático, o bien que nuestra inacción nos lleve hacia el agotamiento definitivo de los recursos que sostienen la vida y a un agravamiento importante de la exclusión social y la vulneración de los derechos humanos.
Ante esta situación,
hace falta que transformemos uno de los ejes estructurales de nuestro sistema: el trabajo, que hoy está estrechamente asociado a la precariedad, la desigualdad y la destrucción del territorio, y se sitúa de espaldas a la vida. Pero un nuevo modelo laboral justo y ecológicamente sostenible no se puede basar en una aparente descarbonización de las actividades empresariales. Es imprescindible reducir nuestro consumo de materiales y energía, acompañándolo de una redistribución del trabajo que garantice puestos de trabajo compatibles con una vida digna para todas las personas.