Escrito por JM Medina, director de Prosalus.- A finales de septiembre del año 2015, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible que incorpora 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), con un planteamiento muy ambicioso y con vocación de universalidad. Una agenda en la que los diferentes objetivos están interrelacionados entre sí, de tal manera que la forma en que se trabaje sobre uno de ellos incidirá en posibles avances o retrocesos en otros. La alimentación sostenible es uno de los temas que aparecen en medio de la tupida red de objetivos y metas de la Agenda 2030.
El desafío de la alimentación sostenible
Aunque en todo el proceso de gestación han estado muy presentes los desafíos relativos a las cuestiones medioambientales, la Agenda 2030, como agenda de desarrollo sostenible, incorpora las tres dimensiones de la sostenibilidad –económica, social y medioambiental– de una manera integrada e interrelacionada.
Según los expertos del Comité de Seguridad Alimentaria Mundial de Naciones Unidas, para que un sistema alimentario -actores, recursos, procesos, actividades relacionadas con la producción, la elaboración, la distribución, la preparación y el consumo de alimentos- sea sostenible tiene que garantizar la seguridad alimentaria y la nutrición para todas las personas en el momento presente, de tal forma que no se pongan en riesgo las bases económicas, sociales y ambientales que permitan proporcionar seguridad alimentaria y nutrición a las generaciones futuras.
Si analizamos los sistemas alimentarios desde el punto de vista de la sostenibilidad medioambiental, descubrimos que en las últimas décadas una parte significativa del incremento de producción agrícola y ganadera se ha conseguido a través de prácticas que tienen un muy negativo impacto medioambiental: contaminación de suelos y aguas, incremento de las emisiones de CO2 asociadas a los trabajos agropecuarios, pérdida de biodiversidad, deforestación, etc. Además, la realidad de tantos alimentos que deben viajar miles de kilómetros antes de llegar a nuestra mesa, agrava este mal balance ambiental. Otras formas de explotación agropecuaria más amigables con la conservación de los recursos naturales ‒agricultura familiar y campesina con enfoque agroecológico, apoyo al comercio local de alimentos, consumo de productos de temporada y de proximidad‒ ha tenido mucho menos apoyo.
Desde un punto de vista económico, esta forma de producir y consumir alimentos va socavando las propias posibilidades de seguir produciendo, por lo que, a largo plazo, es también económicamente insostenible. Y la forma de articular el consumo de alimentos en estos sistemas alimentarios globalizados lleva a la enorme paradoja de que una tercera parte de los alimentos producidos para consumo humano se pierden; en el caso de las economías desarrolladas, la mayor parte de esas pérdidas hay que etiquetarlas de desperdicio alimentario, que, además de tener un terrible impacto medioambiental, tiene también un importante costo económico ‒si incorporamos las externalidades, ¡aproximadamente 2 billones de euros al año!‒ y contribuye a la subida de precios de los alimentos a nivel global.
Todos estos aspectos inciden negativamente en una alimentación sostenible. La preocupación en torno al carácter saludable de los actuales sistemas alimentarios ha ido creciendo en los últimos años, a la vista de que en la actualidad sigue habiendo más de 820 millones de seres humanos en situación de hambre (las cifras han crecido en los últimos tres años), en torno a 2.000 millones que sufren hambre oculta (carencias de micronutrientes) y otros 2.000 millones más con sobrepeso y obesidad.
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Imagen: Ulrike Leone_Pixabay