Los efectos de un clima cambiante y cada vez más adverso no son una proyección científica, se viven, se respiran y se sufren cada día, sobre todo por las personas en situación de alta vulnerabilidad.

Más de 80 países, liderados por Colombia y respaldados por los Estados más vulnerables al clima, pidieron una hoja de ruta clara para eliminar progresivamente los combustibles fósiles. Pero, esta propuesta chocó con la oposición de países productores como India, Rusia o Arabia Saudí. El resultado fue un texto final sin referencias a los combustibles fósiles, sin compromisos ni plazos, y sin una hoja de ruta para frenar la deforestación.

Aun así, y fuera del proceso oficial, la presidencia brasileña anunció dos hojas de ruta: una para eliminar progresivamente los combustibles fósiles y otra para poner fin a la deforestación. Además, Colombia y Países Bajos copresidirán en abril de 2026 una conferencia específica sobre la transición para abandonar los combustibles fósiles. Y dentro de la propia COP30 se alcanzaron acuerdos relevantes: triplicar la financiación para la adaptación de aquí a 2035 y reconocer, por primera vez en una decisión climática global, los derechos de los pueblos indígenas sobre la tierra y sus conocimientos tradicionales. Lástima, que estos avances no compensen la falta de ambición del texto final.

Este clima cada vez más difícil ya está alterando de manera significativa la cantidad, calidad y estabilidad de los alimentos. Según la FAO, en 2024 los eventos climáticos extremos fueron el principal factor de crisis alimentarias en 18 países, afectando a 72 millones de personas (FAO, Orellana, 2025). El reciente huracán Mellisa, que golpeó Jamaica, Haití y Cuba, lo hace patente: uno solo de estos eventos puede devastar cosechas enteras y agravar la vulnerabilidad de comunidades que dependen de la agricultura familiar.

Los datos hablan por sí solos:

  • En las últimas cinco décadas, el cambio climático redujo entre un 2 % y un 5 % los rendimientos globales de cereales.
  • Desde 1961 la productividad agrícola mundial se ha reducido un 21 % por efecto del calentamiento global (FAO, 2025).
  • Y el aumento del CO₂ atmosférico está modificando la biomasa y el valor nutricional de los cultivos.

La conclusión es evidente: no habrá seguridad alimentaria posible si no se refuerza la resiliencia de los sistemas agroalimentarios frente al clima. No se trata solo de producir más, sino de producir mejor, cuidando suelos, agua, biodiversidad y asegurando condiciones dignas para quienes cultivan, pescan o pastorean.

“Sin transformar los sistemas agroalimentarios no habrá una transición climática efectiva”, señalaba recientemente Gabriel Ferrero, asesor estratégico del Programa Mundial de Agricultura y Seguridad Alimentaria.

Esta misma idea se recogió en la Declaración de Líderes de Belém sobre el Hambre, la Pobreza y la Acción Climática Centrada en las Personas, firmada el pasado 7 de noviembre, por los líderes de 43 países, además de la Unión Europea:

“El cambio climático, la degradación ambiental y la pérdida de biodiversidad ya están agravando el hambre, la pobreza y la inseguridad alimentaria, comprometiendo el acceso al agua, empeorando los indicadores de salud y aumentando la mortalidad, profundizando las desigualdades y amenazando los medios de vida, con impactos desproporcionados sobre las personas ya pobres o en situación de vulnerabilidad”.

La justicia climática empieza por garantizar que todas las personas puedan alimentarse dignamente y que quienes producen alimentos tengan los medios para adaptarse a un contexto cada vez más adverso. Sin embargo, los pequeños productores solo reciben el 0,3 % de la financiación climática global, y el conjunto del sector agroalimentario apenas el 4 % (FAO; Ferrero, 2025).

Invertir en agricultura familiar no es solo una cuestión ética, es una de las actuaciones más efectivas que existen en términos de inversión. Cada euro destinado a este sector multiplica beneficios en adaptación, mitigación, biodiversidad, nutrición y seguridad alimentaria.

Los sistemas alimentarios sostenibles permiten reducir emisiones, regenerar ecosistemas, frenar el avance del hambre y fortalecer la resiliencia de comunidades rurales y urbanas. También son esenciales para avanzar en igualdad de género: en muchas regiones del mundo, las mujeres son quienes sostienen la producción alimentaria, el cuidado de la biodiversidad y la transmisión de prácticas agroecológicas.

No habrá futuro sostenible mientras los combustibles fósiles sigan siendo la base de nuestra economía, mientras se siga perdiendo bosque a un ritmo que compromete toda forma de vida, y mientras quienes alimentan al mundo continúen siendo quienes menos apoyo reciben.

La COP30 no estuvo a la altura de las urgencias del tiempo presente, pero dejó una certeza difícil de ignorar: para cuidar del planeta y de las personas, necesitamos sistemas alimentarios justos, sostenibles y resilientes. Y necesitamos decisiones políticas valientes que reconozcan que la adaptación, la mitigación y el derecho a la alimentación forman parte de un mismo desafío.

La justicia climática solo será posible si la cooperación y coordinación internacional no están a la altura. La COP30 no lo ha estado, pero es más necesario que nunca que sigamos trabajando para transformar nuestra relación con la tierra, el agua y los territorios que nos sostienen e incidir en que el derecho humano a la alimentación sea el principio rector de la acción climática.

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