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Debemos realizar una transición que nos lleve hacia sistemas alimentarios sostenibles capaces de proveer una alimentación sana y adecuada a la población presente, sin menoscabar los recursos naturales que deberán servir para la alimentación de las generaciones futuras. Los 17 ODS de la Agenda 2030 sustentan y respaldan esta transformación.
Las declaraciones del Ministro de Consumo aparecidas en un reportaje del periódico británico The Guardian han desatado una tormenta política y mediática alrededor del sector ganadero en nuestro país. Las posiciones aparecen discrepantes no solo entre Gobierno y oposición, sino incluso entre los partidos de la coalición de Gobierno. El ruido y la polarización que se está generando dificultan una visión clara y serena del problema. Lo adecuado sería basarse en datos y evidencias, fundamentados en investigaciones, y no recurrir a la “opinática”.
Cuando se analiza la producción, transformación y consumo de productos ganaderos, se pueden tener en cuenta muy diferentes aspectos: calidad nutricional, inocuidad, bienestar animal, impacto ambiental, etc. En todos estos aspectos, la tendencia que se aprecia en la Unión Europea –reflejada, por ejemplo, en la Estrategia “De la granja a la mesa” o en el Pacto Verde Europeo– es la de ir reduciendo los impactos ambientales y mejorando los aspectos nutricionales y de bienestar animal, que contribuyan a construir entre todos los actores sistemas alimentarios sostenibles.
A raíz del revuelo organizado, hemos podido oír declaraciones de algunas personas que representan al sector ganadero que señalan que “cumplen con las regulaciones que se establecen”. A las autoridades públicas competentes les corresponde establecer las regulaciones adecuadas para garantizar que las explotaciones ganaderas vayan reduciendo sus impactos ambientales cuando corresponda, y les compete también supervisar de forma regular quién cumple y quién no, y tomar las medidas pertinentes. E incluso, más allá de las regulaciones y de su control, pueden y deben incentivar la adopción de buenas prácticas que vayan abriendo el camino de una mayor sostenibilidad en el sector.
Como ocurre en todos los campos, ni todas las explotaciones ganaderas en España son medioambientalmente cuestionables ni todas son un dechado de virtudes; no se pueden establecer generalizaciones. Lo que sí sabemos, porque se han hecho estudios rigurosos al respecto, es que, tanto a nivel mundial como en España, un porcentaje significativo de las emisiones de gases de efecto invernadero provienen de la ganadería. El 81% de las emisiones derivadas de la producción de alimentos consumidos por la población española están asociadas a alimentos de origen animal[1]. Y en este campo hay muchas posibilidades de mejora; hay investigaciones realizadas en ámbito universitario para reducir las emisiones de la ganadería y mejorar otros aspectos de su sostenibilidad.
Otra cuestión que hay que tener en cuenta es la generación de estiércol y purines y la necesidad de gestionarlos adecuadamente para que no tengan un efecto de contaminación de aguas. Cuando se hacen los estudios previos de viabilidad de una explotación ganadera hay que hacer una buena previsión de la producción potencial de purines y de cómo se van a gestionar. El ideal es que se puedan aprovechar para fertilización orgánica de pastizales y de tierras de cultivo. Pero cuando la producción es excesiva, la utilización como fertilizante en la agricultura no puede absorberla completamente. Este es un problema con importante efectos a nivel local, pero también con repercusiones más amplias; los impactos ambientales negativos que pueda tener una determinada explotación ganadera se dejan sentir principalmente en su entorno próximo aunque, a través de las emisiones de gases y de la contaminación de acuíferos, puede llegar mucho más lejos, de hecho se calcula que en España el 40% de los acuíferos están contaminados por actividad ganadera y agrícola. Por tanto, aunque existan unos lineamientos y reglamentaciones generales, debe ser controlado caso por caso.
El consumo de carne en España es alto, casi 50 kilos por persona al año, según el MAPA; esto es más del doble del máximo recomendado por la Organización Mundial de la Salud (21 kg/persona/año). Y además, España es el país de la UE que más carne exporta. Esto explica que, con el impulso del consumo interno y de la exportación, la producción de carne en nuestro país haya crecido casi un 40% desde el año 2000.
Lo importante será que, tanto a nivel nacional como especialmente en los ámbitos locales, este crecimiento no tenga impactos sociales y ambientales negativos. En muchos casos, los propios productores ganaderos están motivados para dar pasos en clave de sostenibilidad, más allá de las exigencias normativas. En otros casos, puede haber buena disposición pero pueden faltar medios técnicos y económicos para abordar esas mejoras y se necesitan apoyos y estímulos. Y quizás haya algunas situaciones –seguramente minoritarias– en que, primando la búsqueda del beneficio económico, estas cuestiones ni se contemplen. Son las autoridades públicas competentes las que, basándose en investigaciones rigurosas y aprovechando la capacidad de nuestras universidades, deben regular, controlar, incentivar y acompañar estos procesos en los que es necesario abordar la internalización de los costes ambientales de la producción de carne.
Debemos realizar una transición que nos lleve hacia sistemas alimentarios sostenibles, capaces de proveer una alimentación sana y adecuada a la población presente sin menoscabar los recursos naturales que deberán servir para la alimentación de las generaciones futuras. Los 17 ODS de la Agenda 2030 sustentan y respaldan esta transformación.
No hay que olvidar que España es Estado parte del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y que en este Pacto se reconoce a la alimentación adecuada como un derecho humano que genera obligaciones a los Estados. El Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Naciones Unidas ha explicado que en el contenido de este derecho hay que tener en cuenta: la disponibilidad de alimentos suficientes en cantidad y calidad; la accesibilidad física y económica a esos alimentos; la adecuación, que implica inocuidad, aceptabilidad cultural, capacidad para satisfacer las necesidades fisiológicas humanas en todas las etapas del ciclo vital, según el sexo y la ocupación; y también la sostenibilidad, es decir, garantizar la posibilidad de acceso a los alimentos no solo por parte de las generaciones presentes sino también de las futuras. Es responsabilidad del conjunto del Estado –de los diferentes poderes y de los diferentes niveles de organización– cumplir con estas obligaciones de respeto, protección y garantía del derecho a la alimentación.
[1] Informe “Emisiones de gases de efecto invernadero en el sistema agroalimentario y huella de carbono de la alimentación en España”. Real Academia de Ingeniería. 2020.